¿Estaría Europa occidental, y en particular España, preparada para afrontar un desastre nuclear en Ucrania?
La guerra en Ucrania devuelve a Europa un nuevo conflicto regional fruto de la descomposición del sistema comunista, como los que existieron en los Balcanes en los años noventa, pero con una característica novedosa: la intervención directa de una potencia nuclear, como es Rusia, que lucha contra un país con plantas de energía nuclear muy antiguas, como es Ucrania.
Tras la Segunda Guerra Mundial, los conflictos regionales no involucraron potencias nucleares, sino que las grandes superpotencias rivalizaron a costa de otros países situados en África, en Asia o en Iberoamérica. Por eso el conflicto en Ucrania levanta tantas alarmas: ¿se puede convertir Europa oriental en un erial nuclear?
La escalada bélica no permite descartarlo, porque cualquier problema militar o civil, en instalaciones nucleares o por la utilización de material de guerra nuclear, puede provocar una crisis de resultados impredecibles, que afecte incluso a Europa occidental.
Las dos graves crisis nucleares anteriores, la de Chernóbil y la de Fukushima, demostraron la fragilidad del hombre ante fenómenos naturales que pueden escapar a nuestro control.
No obstante, la valentía, la instrucción, el altruismo de grupos de personas que se atrevieron a luchar contra la contaminación atómica poniendo en peligro su propia vida, contuvieron el desastre. Esos hombres y mujeres, que se enfrentaron contra la radiación, eran de una pasta muy especial.
Los soviéticos apelaron al espíritu de la gran madre Rusia para conseguir que mineros, bomberos y militares mantuvieran el coraje necesario para aislar la central nuclear del subsuelo y del aire, de forma que el área afectada por la contaminación (quizás por miles de años), fuera reducida. Les costó la vida a miles de operarios, tanto por las explosiones como por los trabajos de limpieza, contención y sofoco de incendios, porque no había un protocolo de actuación preventivo eficaz y se hizo todo a lo bruto, como es habitual en regímenes marxistas. Pero la gente se comportó con un heroísmo admirable.
Los japoneses demostraron que continúan manteniendo su viejo espíritu comunitario. Más de 29.000 personas intervinieron en las labores de contención, con una organización magnífica, hasta el punto que no hubo muertos en las labores de sofoco, y fueron muy pocos los muertos reconocidos como consecuencia de las radiaciones. Como los rusos, los japoneses se arrojaron al peligro para cumplir con deber, aunque, a diferencia de los soviéticos, tenían una planificación y unos equipos adecuados, aunque la incertidumbre era la misma.
¿Queda en España, o en Europa occidental, algún arrojo, algún altruismo, algo de espíritu comunitario, que nos permitiera afrontar una catástrofe nuclear, como la que puede derivarse de la guerra en Ucrania?
Si, por establecer un paralelismo de altruismo, comprobamos cuántos europeos occidentales estarían dispuestos a dar su vida por su país, las cifras son desgarradoras: según Gallup, sólo el 25 % de los encuestados en Europa occidental estaría dispuesto a ir a una guerra. Por países, en Holanda sólo acudiría voluntariamente el 15 % de su población, en Alemania, el 18 %, en Francia, el 29 %.
¿Y en España? El 21 %. ¡Qué desastre! Sobre todo, porque nuestro único potencial enemigo, Marruecos, tiene una población totalmente entregada a su gobierno: el 94 % de la población, según Gallup, acudiría voluntariamente a empuñar las armas por su país.
¿Son extrapolables estos datos en caso de desastre nuclear? ¿Cuánta gente desatendería su deber? Para llegar a alguna conclusión, debemos centrarnos en la educación como origen de la desafección de los europeos por sus países.
En aquellos países donde hay una motivación, bien por su concepción histórica y comunitaria, bien por la presencia de un peligro externo potencial, sus ciudadanos son más proclives a aceptar su inmolación en caso de necesidad. Los que desatienden la educación, tratando de crear autómatas que sólo sirvan para realizar trabajos altamente especializados, cuyo tiempo libre se encamine al ocio consumista, son menos proclives a renunciar a su vida por los demás.
En Europa occidental no hay familia, ni nación, no hay valores ni deber, y se está educando a la juventud en servir a la empresa y gastar el dinero en un mar de prejuicios woke. Punto. Mal camino.
En nuestro país, donde se ha renunciado a la palabra España en favor del término Estado, donde los estudiantes saben los ríos locales y estudian la historia regional, donde los símbolos nacionales se restringen a fachadas de edificios públicos y partidos de fútbol, donde se vilipendia a los héroes, tildándoles de genocidas o de codiciosos, no sabría muy decir cuál sería la reacción ante un desastre nuclear.
Quiero pensar que vivimos en un gran país, con una historia fantástica forjada por guerreros, místicos, estadistas, trabajadores, y que la degradación general no afectará al núcleo nacional, a nuestro espíritu popular, en caso de que suene nuevamente el toque de carga. Por ello, creo que es preciso que, en ausencia de un espíritu nacional que impulse el Estado, seamos los esposos, los padres, los amigos, los compañeros, los educadores, los religiosos, los periodistas, etc., quienes cultivemos a nuestro alrededor el espíritu comunitario indispensable para la supervivencia de la persona y de la nación, y de la ciudadanía y nuestros jóvenes se forje una nueva élite que sustituya a la corrupta que ahora nos rige.